martes, 10 de febrero de 2009

Se busca una familia


Por: Ada M. Álvarez Conde



Yo quería una familia. Una familia que me amara, que me respetara, que por lo menos me demostrara el mínimo interés y cariño. Yo nací sólo, entre muchos, pero sin nadie. Yo buscaba una familia.
De cariño me llamaban Tom. No entiendo de dónde viene el nombre, ni por qué es el más común entre los varones como yo. Soy Nativo Americano, desciendo de indios Wampanoag. Esta tribu fue conquistada por los peregrinos que venían de Inglaterra, por allá en el norte en Massachussets. Las tribus le enseñaron a cuidar la tierra a estos nuevos habitantes. Luego de zarpar en un barco llamado Maryland que por poco se hunde, hicieron las paces con los Wampanoag. Celebraron su supervivencia, más sin embargo, llevaron a los míos al sacrificio. Con ese suceso comenzó una caza que no acabó. Sobrevivimos gracias a los valientes que se escondieron y que escapan año tras año de las garras de la extinción.
Mi madre me abandonó de pequeño. Comencé a tener hermanos y hermanas interminables; una familia grandísima y yo criándome solo. Cuando chico entraba a la fina y comenzaba a escuchar mucho alboroto. Trataba de establecer conversaciones y siempre parecía que estaba pintado en la pared. Como si fuera uno más. Me parecía estar ahogando en la multitud y a la vez estaba enterrado en un profundo silencio. A veces algunas personas rodeaban la casa, incrédulos ante mi gran familia para mí ausente. Miraban nuestras curvas, nuestra manera de hacer alboroto y a veces pienso que me miraban a mí, por estar en la esquina, en la parte de atrás. Se sentían de vez en cuando las cámaras, como truenos, como si fuera un extraño. Trataba de emitir ruidos pero esa gente que paseaba por allí muy pocas veces, nunca entendía mi lenguaje.
Me hubiera gustado comer más. Desde chico la familia decía que mientras más gordito más saludable. Sin embargo no era el único que padecía de una anorexia mental, ya que era demasiado meticuloso con la comida. Comía en pocas cantidades. Mucho habían dicho de la obesidad de mi gente. No pasábamos hambre, pero de vez en cuando algunos comían por veinte. A esos les llegaban las oportunidades. Migraban al norte. Iban a Nueva York, Carolina del Norte y Canadá. Era un centro de oportunidades y distribución. Muchos viajaron a esos Estados y desde allí se esparcían a toda la nación, les daban un propósito. Me parece que la última vez que vi a mi madre fue antes de que se fuera a una actividad masiva en Massachussets. Ese pueblito en donde se fundó la celebración que festejaba nuestro exterminio. Se iban al norte por las ideas que les vendían. Me imagino que a muchos le fue bien, porque nunca supimos de ellos. Y yo, recordaba con rabia, esa fecha que cambiaba constantemente en donde una colonización a mi pueblo resultó en un engaño.
Estaba libre en cuerpo pero no en alma, alejado en las montañas de un bello campo. Donde no había mucha gente. Al parecer muchos evitaban el bullicio y la ciudad, muchos tenían miedo. Algunos contaban historias de redadas que hacían en el pueblo para perseguirnos, cazarnos, secuestrarnos, para llevarnos y que a algún lugar parecido a un campo de concentración. Yo no les creía. Muchos andaban con miedo y por eso se apresuraban a salir, a viajar o sino contaban historias. Pensé mucho tiempo que el miedo venía a raíz de que nuestros días estaban contados desde que nacíamos. Desde el siglo XVI pasamos a ser personas de renombre. Se cuenta que un día la Reina Isabel en celebración por el barco hundido del enemigo, hizo una gran fiesta. Desde ese momento siempre fuimos sus invitados principales. Eso dice la leyenda.
De pasar a ser una raza casi extinta pasamos a ser muy populares. Viajamos todo el mundo. Sin embargo estamos marcados por las putas de la familia. Desde siempre hemos tenido una taza de mortandad muy elevada. Morimos jóvenes. Es por eso que muchas de nuestras hembras se venden por lo que sea. Muchos las codician por sus muslos, sus caderas y su capacidad para tener bebés. Ellas no duran mucho, pero dejan más en el camino. Nuestra peor época es el invierno. Alrededor de 252 millones mueren al año. De esos, 75 millones mueren en el invierno. No está claro si es el frío, si es la obesidad, la creciente criminalidad o las desapariciones que se dan en el país.
Un día vi mi suerte llegar. Estaba teniendo pensamientos suicidas. Dicen que el frío y la soledad dan depresión. Yo no tenía con quién hablar de todo, un mejor amigo, una mano cálida, un abrazo, nada. Llegaron unos nuevos vecinos. Rápido se interesaron en conocernos. A mí me vieron muy flaco y me llevaron en un camión, junto con otros más. Estaba en plena pavera con todos los que chocaban conmigo. Veía de reojo a las muchachas desde lejos y aprovechaba cada movimiento del carro para disimular un roce accidentado.
Me dieron de comer. Yo tenía tan poco apetito. En vez de cerrar el pico me instaban a que lo abriera, porque igual que mi familia, repetían que mientras más gordito más me iban a querer. Esa gente era extraña. Me parecía que vinieran de otro planeta. Eran mucho más grandes que yo y podían ocuparse a la vez de muchos de nosotros. Nos inyectaban medicinas. Vitaminas para ayudar a digerir más la comida. Me cuidaban el cuerpecito. Me brindaron un hospedaje, pequeño. Casi no me podía mover pero mi alma se regocijaba. Todo el día me la pasaba correteando y comiendo. Hacía mis necesidades, miraba a las hembras. Todos estábamos contagiados con la risa. No podíamos creer que le importara a tanta gente. No estaba sólo, sentía que estaba en el paraíso. Muchos se iban, se escapaban. A muchos de mis nuevos amigos no los vi más. Estuve unos dos meses en ese campamento de cuidados.
La comida me estaba haciendo efecto. Se me hacía más difícil corretear por esos andares, creo que ellos se daban cuenta. Me agarraban de las patas para moverme de un lugar a otro porque veían mi vagancia. No podía caminar muchísimo. Qué buena vida. Un buen día me dieron especial atención a mí. Me sentí en el cielo. Me parecía que un frío invernal se apoderaba de mi cuerpo a la vez que me pintaba de rojo con mis propias venas. Estaba en un viaje sin anestesia. Mi espíritu flotaba entre la tierra y mi cuerpo se sentía inflado. Olía cosas que jamás había tenido cerca. Flores, especies, frutas, almíbar, azúcar, pimienta. Moría poco a poco contento, porque me pasé la vida buscando una familia. Todos daban gracias, se agarraban de las manos, se veían contentos. Las sonrisas parecían pintadas como con un pincel mágico. Era mi destino estar en el centro de todo aquello. Yo quería una familia y la conseguí el día en que me convertí en el plato principal de la mesa.

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